Este 2 de febrero de 2022, el Papa Francisco presidió en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, la Solemnidad de la Presentación del Señor, santa Misa en la que participaron los miembros de los Institutos de Vida Consagrada y de las Sociedades de Vida Apostólica, dentro del contexto de la XXVI Jornada Mundial de la Vida Consagrada(Fuente:Vaticano y SPSS).

El Papa en su homilía, profundizó las mociones, actitudes, motivaciones y acciones de los dos ancianos Simeón y Ana en su encuentro con el pequeño Jesús, paciente espera, viendo al futuro con esperanza, anunciado su llegada, confirmando con alegría su fe abrazando al Salvador. Así el Santo Padre fue guiando su reflexión a través de tres preguntas que compartió con los consagrados y consagradas ¿Qué nos mueve? ¿Qué ven nuestros ojos?¿Qué tenemos en nuestros brazos? Afirmó que es el Espíritu Santo quien con sus mociones espirituales guía el camino del la vida consagrada y que esta sólo se renueva al renovar su mirada en Jesús y que sólo abrazando a Jesús se superan las crisis, las pena incluso las quejas que se pudieran tener, sólo acogiendo, y estrechando a Cristo se estrecha a los demás y puede renovar con alegría la vida de quienes han decidido seguir más de cerca a Jesús.

Homilía del Santo Padre Francisco (traducción por la redacción)

“Dos ancianos, Simeón y Ana, esperan en el templo el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a su pueblo: la venida del Mesías. Pero su espera no es pasiva, está llena de mociones. Sigamos, pues, las mociones de Simeón: primero es movido por el Espíritu, después ve en el Niño la salvación y finalmente lo acoge en sus brazos (cf. Lc 2, 26-28). Detengámonos simplemente en estas tres acciones y dejémonos traspasar por algunas preguntas importantes para nosotros, en particular para la vida consagrada.

La primera es: ¿Qué nos mueve? Simeón va al templo ‘movido por el Espíritu’ (v. 27). El Espíritu Santo es el actor principal de la escena: es Él quien hace arder en el corazón de Simeón el deseo de Dios, es Él quien reaviva en su alma la espera, es Él quien empuja sus pasos hacia el templo y hace que sus ojos sean capaces de reconocer al Mesías, aunque se presente como un niño pequeño y pobre.

Esto es lo que hace el Espíritu Santo: nos permite ser capaces de percibir la presencia de Dios y su obra, no en las grandes cosas, en la ostentación exterior, en las exhibiciones de fuerza, sino en la pequeñez y en la fragilidad. Pensemos en la cruz: también allí hay pequeñez, una fragilidad, también un drama. Pero ahí está la fuerza de Dios. La expresión ‘movidos por el Espíritu’ recuerda lo que en espiritualidad se llama ‘mociones espirituales’: son esos movimientos del alma que advertimos dentro de nosotros y que estamos llamados a escuchar, para discernir si provienen del Espíritu Santo o de otro. Estemos atentos a las mociones internas del Espíritu.

Entonces nos preguntamos: ¿por quién nos dejamos mover principalmente: por el Espíritu Santo o por el espíritu del mundo? Es una pregunta con la que todos debemos medirnos, especialmente nosotros consagrados. Mientras el Espíritu nos lleva a reconocer a Dios en la pequeñez y la fragilidad de un niñito, nosotros, a veces nos arriesgamos a pensar nuestra consagración en términos de resultados, de metas, de éxito: nos movemos en busca de espacios, de visibilidad, de números: es una tentación. El Espíritu, en cambio, no quiere esto. Desea que cultivemos la fidelidad cotidiana, dóciles a las pequeñas cosas que se nos han confiado. ¡Como es bella la fidelidad de Simeón y Ana! Todos los días van al templo, todos los días esperan y oran, aunque pase el tiempo y parezca que nada sucede. Esperan toda la vida, sin desanimarse y sin lamentarse, permaneciendo fieles cada día y alimentando la llama de la esperanza que el Espíritu ha encendido en sus corazones.

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Podemos preguntarnos, nosotros, hermanos y hermanas: ¿Qué mueve nuestros días? ¿Qué amor nos impulsa a seguir adelante? ¿El Espíritu Santo o la pasión del momento, o sea cualesquiera cosa? ¿Cómo nos movemos en la Iglesia y en la sociedad? A veces, incluso detrás de la apariencia de las buenas obras, se puede esconder el gusano del narcisismo o el ansia de protagonismo. En otros casos, al realizar muchas cosas, nuestras comunidades religiosas parecen estar más movidas por la repetición mecánica -hacer las cosas por costumbre, sólo por hacerlas- que por el entusiasmo de adherirse al Espíritu Santo. Nos hará bien, a todos nosotros, verificar hoy nuestras motivaciones interiores, discernamos las mociones espirituales, porque la renovación de la vida consagrada pasa ante todo de aquí.

Una segunda pregunta: ¿Qué ven nuestros ojos? Simeón, movido por el Espíritu, ve y reconoce a Cristo. Y reza diciendo: ‘Mis ojos han visto tu salvación’ (v. 30). He aquí el gran milagro de la fe: abre los ojos, transforma lo observado, cambia la mirada. Como sabemos de tantos encuentros de Jesús en los Evangelios, la fe nace de la mirada compasiva con la que Dios nos mira, deshaciendo la dureza de nuestro corazón, curando sus heridas, dándonos ojos nuevos para vernos a nosotros mismos y al mundo. Atisbos nuevos, sobre nosotros mismos, sobre los demás, sobre todas las situaciones que vivimos, incluso las más dolorosas. No se trata de una mirada ingenua, ¡no!, es sapiencial; la mirada ingenua escapa a la realidad o finge no ver los problemas; en cambio, se trata de ojos que saben ‘ver dentro’ y ‘ver más allá’; que no se detienen en las apariencias, sino que también saben entrar en las grietas de la fragilidad y los fracasos para descubrir la presencia de Dios.

 Los ojos ancianos de Simeón, aunque fatigados por los años, ven al Señor, ven la salvación. ¿Y nosotros? ¿Alguno puede preguntarse: qué cosa ven nuestros ojos? ¿Qué visión tenemos de la vida consagrada? El mundo muchas veces lo ve como un ‘desperdicio’: ‘Pero mira, ese buen muchacho, hacerse hermano-fraile-’, o ‘tan buena niña, hacerse hermana… Es un desperdicio. Si por lo menos fuese malo o mala… ¡No!, son buenos, es un desperdicio’. Así pensamos nosotros. El mundo quizás lo ve como una realidad del pasado, algo inútil. Pero nosotros, comunidades cristianas, religiosas y religiosos, ¿qué vemos? ¿Estamos mirando al pasado, nostálgicos lo que ya no es, o somos capaces de una mirada de fe clarividente, proyectada hacia dentro y más allá? Tener la sabiduría de mirar -esto lo da el Espíritu-: mirar bien, medir bien las distancias, entender las realidades. Me hace tanto bien ver a consagrados y consagradas mayores, que siguen sonriendo con ojos luminosos, dando esperanza a los jóvenes. Pensemos cuando nos hemos encontramos con miradas similares y bendigamos a Dios por esto. Son miradas de esperanza, abiertas al futuro. Y quizás nos haga bien, en estos días, tener un encuentro, hacer una visita a nuestros hermanos y hermanas religiosos mayores, mirarlos, para hablar, para preguntar, para escuchar lo que piensan. Creo que será una buena medicina.

Hermanos y hermanas, el Señor no deja de darnos señales para invitarnos a cultivar una visión renovada de la vida consagrada. Es necesario, pero, bajo la luz, bajo las mociones del Espíritu Santo. No podemos pretender no ver estas señales y continuar como si nada pasará, repitiendo las cosas de siempre, arrastrándonos por inercia a las formas del pasado, paralizados por el temor al cambio. Lo he dicho tantas veces: hoy, la tentación ir hacia atrás, por seguridad, por temor, por conservar la fe, por conservar el carisma fundador... Es una tentación. La tentación de volver atrás y mantener las ‘tradiciones’ con rigidez. Entendámoslo bien: la rigidez es una perversión, y debajo de cada rigidez hay serios problemas.

Ni Simeón ni Ana eran rígidos, ¡no!

Eran libres y tenían la alegría de festejar: él, alabando al Señor y profetizando con valentía a la Madre –de Jesús-; y ella, como una buena anciana, iba de un lado a otro diciendo: ‘¡Miren estos, miren esto!’. Han dado el anuncio con alegría, con los ojos llenos de esperanza. Sin inercia pasada, sin rigidez. Abramos los ojos: a través de las crisis -sí, es verdad, hay crisis-, los números que faltan -’Padre, no hay vocaciones, ahora vamos a ir a esa isla de Indonesia a ver si las encontramos’-, las fuerzas que vienen a menos, el Espíritu nos invita a renovar nuestra vida y nuestras comunidades. ¿Y cómo hacemos esto? Él nos mostrará el camino. Abramos nuestros corazones, con valentía, sin temor. Abramos el corazón. Miremos a Simeón y Anna: aunque entrados en años, no pasan los días lamentando un pasado que nunca regresará, sino que abren los brazos al futuro que viene a su encuentro. Hermanos y hermanas, no desperdiciemos el hoy mirando el ayer, ni soñando con un mañana que nunca llegará, sino pongámonos ante el Señor, en adoración, y pidamos ojos que sepan ver el bien y ver los caminos de Dios. El Señor nos la dará si nosotros se lo pedimos. Con alegría, con fortaleza, sin temor.

Finalmente, una tercera pregunta: ¿Qué tenemos en nuestros brazos? Simeón acoge a Jesús en sus brazos (cf. v. 28). Es una escena tierna y llena de significado, única en los Evangelios. Dios ha puesto a su Hijo en nuestros brazos, porque acoger a Jesús es lo esencial, el centro de la fe. A veces nos arriesgamos a perdernos y dispersarnos en mil cosas, fijándonos en aspectos secundarios o sumergiéndonos en cosas por hacer, pero el centro de todo es Cristo, para ser acogido como el Señor de nuestra vida.

Cuando Simeón toma a Jesús en sus brazos, sus labios pronuncian palabras de bendición, de alabanza, de asombro. Y nosotros, después de tantos años de vida consagrada, ¿Hemos perdido la capacidad de asombrarnos? ¿O todavía tenemos esta capacidad? Hagamos un examen sobre esto, y si alguien no la encuentra, pida la gracia del asombro, el asombro ante las maravillas que Dios está haciendo en nosotros, escondidas como la del templo, cuando Simeón y Ana se encontraron con Jesús. Si a los consagrados les faltan palabras que bendigan a Dios y a los demás, si no hay alegría, si viene a menos el impulso, si la vida fraterna es sólo fatiga, si no hay asombro, no es porque seamos víctimas de alguien o de algo, la verdadera razón es que nuestros brazos no estrechan más a Jesús, y cuando los brazos de un consagrado no estrechan a Jesús, estrechan el vacío, que tratan de llenar con otras cosas, mas hay vacío. Estrechar a Jesús con nuestros brazos: esta es la señal, este es el camino, esta es la ‘receta’ para la renovación. Entonces, cuando no abrazamos a Jesús, el corazón se cierra en la amargura. Es triste ver consagrados, consagrados amargados: se cierran en la lamentación de las cosas que no se realizan puntualmente. Siempre se quejan de algo: del superior, de la superiora, de los hermanos, de la comunidad, de la cocina... Si no tienen quejas, no viven. Pero nosotros debemos abrazar a Jesús en adoración y pedir ojos que sepan ver el bien y ver los caminos de Dios. Si acogemos a Cristo con los brazos abiertos, también acogeremos a los demás con confianza y humildad. Entonces los conflictos no se agudizan, las distancias no dividen y se extingue la tentación de abusar y herir la dignidad de alguna hermana o hermano. ¡Abramos los brazos, a Cristo y a los hermanos! Ahí está Jesús.

Queridos, queridas ¡Renovemos hoy con entusiasmo nuestra consagración! Preguntémonos qué motivaciones mueven nuestro corazón y nuestro actuar, como es la visión renovada que estamos llamados a cultivar y, sobre todo, abracemos a Jesús. Aunque experimentemos fatiga y cansancio -esto sucede: incluso decepciones, sucede- , hagamos como Simeón y Ana, que esperaron con paciencia la fidelidad del Señor y no se dejaron robar la alegría del encuentro. Vayamos tras la alegría del encuentro: ¡Esto es muy hermoso! Coloquemos a Él -Jesús- de nuevo al centro y avancemos con alegría. Que así sea."