Amigos lectores y más especialmente amigos y amigas del carisma de Don Bosco. Les hago llegar mi saludo afectuoso y siempre con agradecimiento por la simpatía que tienen hacia el mismo Don Bosco, el santo de los jóvenes del mundo, y la cercanía, o respeto o curiosidad que sienten para con quienes intentamos continuar su misión en la Iglesia y el mundo. De todo corazón, ¡gracias!

Hoy me dirijo a ustedes para compartirles algo que he vivido hace tan sólo una semana. Me encontraba visitando las presencias salesianas en Zimbabwe (África), más exactamente en la pequeña población llamada Hwange. Allí me encontré con mis hermanos salesianos, también con miembros de la familia salesiana, y educadores de dicha presencia y un grupo de unos 200 jóvenes del lugar y algunos otros que habían venido desde Malawi y desde Namibia, con gran sacrificio y generosidad (Fuente: ANS).

Pues bien, los tres días en Hwange estuvieron llenos de vida, de alegría, de encuentros, de saludos. Y desde el primer momento se sumaron más de 50 niños y niñas de las casitas más cercanas. De hecho se pasaban el día allí, entre nosotros, y en gran medida asombrados por todo lo que iban viendo, y por los cantos, y los bailes y la alegría.

Saben ustedes que se puede decir que si algo hay en África son niños. Por todas partes. Y entre todos ellos, siempre alegres y sonrientes (casi diría que sin ser conscientes de la pobreza en la que en concreto los de ese lugar tienen, la sonrisa es la constante en sus rostros).

Y ahora es cuando quiero hablarles de Sean. Entre todos ellos, era una presencia casi constante la de un muchacho, juntos a sus amigos. Tiene como unos doce años. Ahí estaba, como a un metro de distancia de todo lo que ocurría; no alejado, no con miedo, pero sí como quien ve lo que sucede porque para él todo eso era nuevo.

Naturalmente que muchas veces los saludé a todos, tanto en la mañana, como en la tarde, como a la noche cuando se iban a sus casas. Y algo hablábamos.

Pues bien, cuando llegó el momento de partir, viajando varias horas en camioneta hacia otro destino, allí estaba este muchacho. Cuando yo iba a subir al vehículo él se adelantó y se puso muy cerca de mi extendiendo su mano derecha con el puño cerrado. Yo entendí que me quería dejar algo en la mano. Ciertamente yo no sabía de qué se trataba ¿Quizá una petición? ¿Quizá me hacía saber que necesitaba algo? El caso es que yo extendí la palma de mi mano y recibí lo que me entregaba. Pronto comprendí que me estaba ofreciendo un regalo, su regalo. Yo miré lo que me entregó, cerré mi mano, se lo agradecí con palabras y con una gran sonrisa y lo guardé en mi bolsillo. Para terminar nuestra despedida de inmediato me entregó de modo visible un trocito de papel escrito.

Se preguntarán de qué se trataba todo ello, tanto el regalo como el papel. Esto es lo que les quiero compartir ahora mismo. Este muchacho -entiendo yo- había sentido la necesidad de agradecerme el haber estado allí, quizá el haberlo saludado o estar cerca de él y de sus amigos y me regaló lo que pudo. El regalo era sencillamente una pequeña piedra, de las miles que había alrededor en el suelo, pero que él había elegido para entregármela. Me regaló todo lo que pudo. Y así lo recibí yo. La tengo conmigo y conmigo permanecerá. Y el pequeño trocito de papel decía ‘Pray fou you. My name is Sean Cayd’. Ciertamente Sean me ofrecía su oración y su recuerdo.

¿Cómo no quedarme con el corazón tocado a causa de lo que había vivido en esos momentos?

¿Cómo olvidar ese rostro y esos ojos llenos de vida?

¿Cómo no preguntarme qué habría pasado por el corazón y la mente de ese muchacho para que sintiera que algo tenía que regalar a ese señor extranjero que era yo y que había venido desde lejos a visitarlos?

Y tantas y tantas preguntas. Lo cierto es que a mí me ha hecho pensar mucho todo lo sucedido. Me hizo pensar en esa escena del Evangelio en la que el Señor Jesús alaba a la pobre viejecita porque en el cepillo del Templo de Jerusalén, es decir en el espacio para los donativos, había echado unas pocas monedas pero era todo lo que ella tenía. Y como educador me hizo pensar muy seriamente en la acción educativa de cada día, de cada uno y en cada casa salesiana. Y lo mismo se puede decir de cada gesto, cada palabra, cada caricia en los hogares, en las familias.

De hecho mi ‘moraleja’, la que intento aplicarme es la de que jamás podemos intuir hasta que punto una palabra, una sonrisa, un saludo, una mirada puede llegar al corazón de un niño, una niña, un adolescente o un joven, y lo que puede significar en sus vidas. Lo que para uno es casi nada, para quien lo recibe puede ser todo.

La vida de Don Bosco está llena de encuentros significativos, de palabras dichas al oído, de miradas que atravesaron el alma y el corazón, por ejemplo del jovencito Paolo Albera (quien llegaría a ser el segundo sucesor de Don Bosco), o de Luigi Variaria (quien prometió en aquel momento, en aquel cruce de miradas siendo un niño de 10 años que nunca más se separaría de Don Bosco). Después fue salesiano, misionero, fundador de una Congregación para la atención a los leprosos y la caridad, y hoy Beato.

Me parece que estos son algunos de los ‘milagros’ que suelo decir que se viven a diario en las casas salesianas de mundo. Lo cierto es que mi amigo Sean me ha dado una gran lección y me ha tocado el corazón. Deseo que el Buen Dios lo bendiga.

Mi deseo de todo lo mejor para ustedes queridos amigos y amigas lectores. Sigamos confiando en que es mucho el bien que se hace también en el mundo. Gracias por recorrer este camino juntos, y por compartir estos ideales. Un cordial saludo,

P. Ángel Fernández Artime, SDB