En la Basílica de San Pedro, esta tarde, 2 de mayo, el Cardenal antes Prefecto del Dicasterio para las Iglesias Orientales, ha presidido la séptima Misa de Novendiales en , con la participación de las mismas Iglesias y fieles. Y les pidió que se comprometan, como él hubiera querido, a acogerlos, si tienen que dejar sus tierras, ayudando a conservar sus tradiciones y liturgia (Fuentes: Vaticano, OPSS, Vatican Media y Vatican News)

Homilía

“ Bienaventurados, venerados Padres Cardenales, hermanos y hermanas,

Hace unos días oramos sobre el cuerpo de nuestro Santo Padre Francisco y sobre ese cuerpo proclamamos nuestra fe inquebrantable en la resurrección de los muertos. En estos días continúa nuestra certeza y nuestra invocación para que el Señor mire con misericordia a su siervo fiel.

La resurrección, de hecho, como nos recuerda la primera lectura, no es un fenómeno intrínseco a la naturaleza humana. Es Dios quien nos resucita, a través de su Espíritu. De las aguas del Bautismo salimos como nuevas criaturas, miembros de la familia de Dios, sus íntimos o, como dice San Pablo, hijos adoptivos y ya no esclavos. Y es precisamente porque somos hijos que en el mismo Espíritu se nos permite gritar nuestra invocación: “Abba, Padre”. Toda la creación se une a este grito, esperando su curación en los dolores del parto. La creación y la persona humana parecen tener tan poco valor hoy en día. Sin embargo, entre nosotros hay cardenales, como los de África, que sienten espontáneamente la belleza del fruto de estos dolores de parto, porque una nueva vida es un valor inestimable para su pueblo.

Surge entonces el tema de la creación como compañero de viaje de la humanidad y solidario con ella, así como pide solidaridad al género humano, para que sea respetado y sanado. Este es un tema muy querido para nuestro Papa Francisco.

A nuestro alrededor no hacemos más que percibir el grito de la creación y en él el de Aquel que está destinado a la gloria y es la finalidad por la que fue querida la creación: la persona humana. La tierra grita, pero sobre todo grita una humanidad abrumada por el odio, que a su vez es fruto de una profunda devaluación del valor de la vida que, como hemos escuchado, para nosotros los cristianos es participación en la familia de Dios, hasta la concorporeidad y consanguinidad con Cristo Señor, a quien celebramos en este sacramento de la Eucaristía.

Muy a menudo a esta humanidad desesperada le cuesta expresar en su grito su oración y su invocación al Dios de la vida. Y es entonces, nos recuerda san Pablo, que el Espíritu interviene en nosotros y hace de nuestros silencios sinuosos y de nuestras lágrimas reprimidas una invocación a nuestro Dios con gemidos indecibles o, como también se puede traducir, con gemidos inaudibles, es decir, silenciosos. Es una expresión tan querida en el mundo cristiano oriental, que ve en la incapacidad de expresar a Dios (apófasis) una de las características de la teología: contemplación de lo incomprensible, vano intento de quitar el velo de la verdad suprema y, por tanto, como máximo, la posibilidad de decir, como repetiría Santo Tomás de Aquino en Occidente, no lo que es Dios, sino lo que no es.

He aquí una gran lección para nosotros que a menudo nos sentimos dueños de Dios, perfectos conocedores de la verdad, mientras que sólo somos peregrinos a quienes se nos ha dado la Palabra, que es el Hijo de Dios encarnado, porque lo que nos ha dado el don de vivir en la gloria de Dios es sólo fruto de la gracia y de esa infusión del Espíritu Santo que nos hace, precisamente, «espirituales». Y en Oriente, el padre y la madre espirituales son el monje, la monja o en todo caso el guía de quien busca a Dios. También nosotros los occidentales, mucho antes de llamar a estas personas “directores espirituales”, los llamamos padres y madres espirituales. Un cambio interesante.

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En esta Eucaristía pretendemos unirnos como podemos y sabemos, a pesar de nuestra aridez, nuestras distracciones y nuestra constante pérdida de foco en lo único necesario, al gemido inefable del Espíritu que clama a Dios por lo que le agrada y por lo que expresa plenamente el gemido de nuestra naturaleza, que no sabemos formular con palabras, también porque no nos damos ni siquiera, abrumados por la prisa, el tiempo para conocernos a nosotros mismos, para conocerlo a Él, para invocarlo. San Agustín nos invita a entrar en nuestro interior porque es allí donde podemos encontrar el sentido auténtico que no sólo expresa lo que somos, sino que clama al Padre nuestra necesidad de ser hijos amados, repitiendo: “Abbá, Padre”: “Noli foras ire, in te ipsum redi; in interiore homine habit veritas”.

El que ama su vida, la perderá –nos recuerda el Evangelio según Juan–; y el que odia su vida, la hallará. En esta frase extrema el Señor expresa nuestra especificidad de cristianos, considerados por el mundo como seguidores de un perdedor, un perdedor de la vida, que a través de la muerte, y no a través de la construcción de un reino terrenal, salvó al mundo y redimió a cada uno de nosotros.

El Papa Francisco nos ha enseñado a recoger el grito de la vida violada, a asumirlo y presentarlo al Padre, pero también a trabajar para aliviar concretamente el dolor que este grito suscita, en cualquier latitud y en las infinitas formas en que el mal nos debilita y nos destruye.

Hoy la liturgia está animada y participada por algunos Padres e hijos de las Iglesias Orientales Católicas, presentes junto a nosotros para testimoniar la riqueza de su experiencia de fe y el grito de su sufrimiento, ofrecido por el eterno descanso del Pontífice difunto.

Les agradecemos que hayan aceptado enriquecer la catolicidad de la Iglesia con la variedad de sus experiencias, de sus culturas, pero sobre todo de su riquísima espiritualidad. Hijos de los inicios del cristianismo, han llevado en su corazón, junto a sus hermanos y hermanas ortodoxos, el sabor de la tierra del Señor, y algunos incluso continúan hablando la lengua que habló Jesucristo.

A través de los prodigiosos y dolorosos desarrollos de su historia, alcanzaron dimensiones importantes y enriquecieron el tesoro de la teología cristiana con una contribución tan original como, en gran parte, desconocida para nosotros, los occidentales.

En el pasado, los católicos orientales han acordado unirse en plena comunión con el sucesor del Apóstol Pedro, cuyo cuerpo descansa en esta Basílica. Y es en nombre de esta unión que han testimoniado, a menudo con sangre o persecución, su fe. Ahora en parte reducidos en número y en fuerza, pero no en la fe, precisamente por las guerras y la intolerancia, estos hermanos y hermanas nuestros permanecen firmemente apegados a un sentido de catolicidad que no excluye, sino que implica, el reconocimiento de su especificidad.

A lo largo de la historia fueron a veces mal comprendidos por nosotros los occidentales, que en algunas épocas los juzgamos y decidimos qué de lo que ellos, descendientes de apóstoles y mártires creían era o no fiel a la auténtica teología (es decir, la nuestra), mientras que sus hermanos ortodoxos, parientes de sangre y participantes de una misma cultura, liturgia y modo de sentir el ser y obrar de Dios, los consideraron huidos de casa, perdidos en sus orígenes y asimilados a un mundo considerado entonces mutuamente incompatible.

El Papa Francisco, que nos enseñó a amar la diversidad y la riqueza de la expresión de todo lo humano, hoy creo que se alegra de vernos juntos en oración por él y por su intercesión. Y nos comprometemos una vez más, mientras muchos de ellos se ven obligados a dejar sus antiguas tierras, que eran Tierra Santa, para salvar sus vidas y ver un mundo mejor, a sensibilizarnos, como ha querido nuestro Papa, para acogerlos y ayudarlos en nuestras tierras a preservar la especificidad de su aportación cristiana, que es parte integrante de nuestro ser Iglesia Católica.

A los ojos y al corazón de nuestros hermanos y hermanas de Oriente siempre ha sido querido conservar la increíble paradoja del acontecimiento cristiano: por una parte la miseria de nuestro ser pecadores, por otra la infinita misericordia de Dios que nos ha puesto junto a su trono para compartir también su ser, a través de lo que con el gran obispo y doctor san Atanasio, a quien la Iglesia recuerda hoy, define “divinización”.

Toda su liturgia está entretejida con esta maravilla. Y así, por ejemplo, en este tiempo litúrgico, la tradición bizantina repite sin cesar esta experiencia inefable, diciendo, cantando y comunicando a los demás: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, pisoteando la muerte con la muerte y a los muertos en los sepulcros les ha dado la vida». Y lo repiten constantemente, como para hacerlo entrar en sus propios corazones y en los de los demás.

Este mismo asombro se expresa también en la liturgia armenia, al orar con las palabras de aquel san Gregorio de Narek, a quien el propio Papa Francisco quiso incluir entre los Doctores de la Iglesia y a quien la tradición ha incorporado a la eucaristía: «Te suplicamos, Señor, que nuestros pecados sean consumidos por el fuego como los del profeta fueron consumidos por el carbón ardiente que se le ofreció con tenazas, para que en todo se proclame tu misericordia como se anunció la dulzura del Padre a través del Hijo de Dios, que guió al hijo pródigo a regresar a la herencia de su padre y guió a las prostitutas a la bienaventuranza de los justos en el reino de los cielos. Sí, yo también soy uno de ellos: recíbeme también como soy, como alguien necesitado de tu gran amor por la humanidad, yo que vivo para tus gracias».

He aquí sólo dos ejemplos de la fuerza vibrante con que la emoción del corazón se mezcla en Oriente con la claridad de la mente para describir nuestra inmensa pobreza salvada por la infinitud del amor de Dios.

Queridos hermanos cardenales, al acercarse cada vez más los días en que seremos llamados a elegir al nuevo Papa, pongamos en nuestros labios la invocación al Espíritu Santo que un gran Padre oriental, San Simeón el Nuevo Teólogo, escribió al comienzo de sus himnos: «Ven, luz verdadera; ven, vida eterna; ven, misterio oculto; ven, tesoro innombrable; ven, realidad inefable; ven, persona inconcebible; ven, felicidad sin fin; ven, luz sin ocaso; ven, expectativa infalible de todos los que deben ser salvados. Ven, tú a quien mi alma miserable ha deseado y desea. Ven, tú, el único, a mí, solo, porque ves que estoy solo; para que, viéndote eternamente, yo, muerto, pueda vivir; poseyéndote, yo, pobre, pueda siempre ser rico y más rico que los reyes; yo que, comiendo y bebiendo de ti y vistiéndome de ti a cada momento, paso de deleite en deleite en los bienes inefables, porque tú eres todo bien, toda gloria y todo deleite, y a ti pertenece». la gloria, oh santa, consustancial y vivificante Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo (…) ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén”.

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