A las 10:30 am tiempo del Vaticano 2:30 am de la CDMX, en la Plaza de San Pedro, con una gran presencia de personas enfermas y personal sanitario, tuvo lugar la santa Misa con motivo del Jubileo de los Enfermos y del mundo de la Sanidad que debido a estado de salud del Santo padre Francisco fue presidida por S.E. Mons. Rino Fisichella, pro-prefecto del Dicasterio para la Evangelización quien dio lectura a la homilía preparada para esta ocasión por el S.S. Francisco, quien se hizo presente, sin previo aviso ya para concluir la Santa Misa, lo que fue una grata sorpresa para los presentes (Fuente: OPSS, Vatican Media, Vatican News y Dicasterio para la Comunicación).

El Papa destacó en su homilía referente la lectura del Evangelio que Jesús es increpado para que juzgue si debe darse muerte o no a una mujer encontrada en adulterio, el santo Padre afirmo que Cristo “la defiende y la rescata de esa violencia, dándole la posibilidad de comenzar una existencia nueva”

Al hablar a los enfermos y personal de la salud, el Papa subrayó su empatía por los convalecientes, y que en su condición que compartía con ellos en este momento de su vida, le animó a ver la enfermedad como una escuela para dejarse amar y amar, afirmó que la habitación del hospital puede ser un lugar para escuchar al Señor para renovar y reforzar la fe. Puso como ejemplo de esa docilidad y paciencia en la enfermedad al Papa Benedicto XVI.

Exhortó a los presentes y fieles en general a no relegar al que es frágil, alejándolo, ni a hacer a un lado el dolor, sino a considerarlo una ocasión “para crecer juntos, para cultivar la esperanza gracias al amor que Dios ha derramado, Él primero, en nuestros corazones”.

Homilía del Papa Francisco:

‘Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?’ (Is 43,19). Son las palabras que Dios, a través del profeta Isaías, dirige al pueblo de Israel en el exilio de Babilonia. Para los israelitas es un momento difícil, parece que todo se hubiera perdido. Jerusalén fue conquistada y devastada por los soldados del rey Nabucodonosor II y al pueblo, deportado, no le quedó nada. El horizonte aparece cerrado, el futuro oscuro, cualquier esperanza frustrada. Todo podría inducir a los exiliados a rendirse, a resignarse amargamente, a dejar de sentirse bendecidos por Dios.

Sin embargo, precisamente en este contexto, el Señor invita a acoger algo nuevo que está naciendo. No algo que sucederá en el futuro, sino que ya está ocurriendo, que está germinando como un brote. ¿De qué se trata? ¿Qué puede nacer, qué puede haber comenzado a brotar en un panorama desolador y desesperanzado como este?

Lo que está naciendo es un nuevo pueblo. Un pueblo que, derribadas las falsas seguridades del pasado, ha descubierto lo que es esencial, permanecer unidos y caminar juntos a la luz del Señor (Cfr. Is 2,5). Un pueblo que podrá reconstruir Jerusalén porque, lejos de la Ciudad Santa, con el templo ya destruido, sin poder celebrar las liturgias solemnes, ha aprendido a encontrar al Señor de otra forma, en la conversión del corazón (Cfr. Jr 4,4), en la práctica del derecho y la justicia, en el cuidado del pobre y necesitado (Cfr. Jr 22,3), en las obras de misericordia.

Es el mismo mensaje que, de un modo distinto, podemos captar en la perícopa evangélica (Cfr. Jn 8,1-11). También aquí hay una persona, una mujer cuya vida está destruida, no por un exilio geográfico, sino por una condena moral. Es una pecadora, y por ello lejana de la ley y condenada al ostracismo y a la muerte. Para ella tampoco parece que haya esperanza. Pero Dios no la abandona. Al contrario, justo en el momento en que sus verdugos recogen las piedras, precisamente allí, Jesús entra en su vida, la defiende y la rescata de esa violencia, dándole la posibilidad de comenzar una existencia nueva: ‘Vete’ -le dice-, “eres libre”, “estás salvada” (Cfr. v. 11).

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Con estas narraciones dramáticas y conmovedoras, la liturgia nos invita hoy a renovar, en el camino cuaresmal, la confianza en Dios, que está siempre presente, cerca de nosotros, para salvarnos. No hay exilio, ni violencia, ni pecado, ni alguna realidad de la vida que pueda impedirle estar ante nuestra puerta y llamar, dispuesto a entrar apenas se lo permitamos (Cfr. Ap 3,20). Es más, especialmente cuando las pruebas se hacen más duras, su gracia y su amor nos abrazan con más fuerza para realzarnos.

Hermanas y hermanos, leemos estos textos mientras celebramos el Jubileo de los enfermos y del mundo de la sanidad, y ciertamente la enfermedad es una de las pruebas más difíciles y duras de la vida, en la que percibimos nuestra fragilidad. Esta puede llegar a hacernos sentir como el pueblo en el exilio, o como la mujer del Evangelio, privados de esperanza en el futuro. Pero no es así. Incluso en estos momentos, Dios no nos deja solos y, si nos abandonamos en Él, precisamente allí donde nuestras fuerzas decaen, podemos experimentar el consuelo de su presencia. Él mismo, hecho hombre, quiso compartir en todo nuestra debilidad (Cfr. Flp 2,6-8) y sabe muy bien qué es el sufrimiento (Cfr. Is 53,3). Por eso a Él le podemos presentar y confiar nuestro dolor, seguros de encontrar compasión, cercanía y ternura.

Pero no sólo eso; en su amor confiado, Él quiere comprometernos para que también nosotros podamos ser “ángeles” los unos para los otros, mensajeros de su presencia, hasta el punto que muchas veces, sea para quien sufre, sea para quien asiste, el lecho de un enfermo se puede transformar en un “lugar sagrado” de salvación y redención.

Queridos médicos, enfermeros y miembros del personal sanitario, mientras atienden a sus pacientes, especialmente a los más frágiles, el Señor les ofrece la oportunidad de renovar continuamente su vida, nutriéndola de gratitud, de misericordia y de esperanza (Cfr. Bula Spes non confundit, 11). Los llama a iluminarla con la humilde conciencia de que no hay que suponer nada y que todo es don de Dios; a alimentarla con esa humanidad que se experimenta cuando dejamos caer las máscaras y queda sólo lo que verdaderamente importa, los pequeños y grandes gestos de amor. Permitan que la presencia de los enfermos entre como un don en su existencia, para curar sus corazones, purificándolos de todo lo que no es caridad y calentándolos con el fuego ardiente y dulce de la compasión.

Queridos hermanos y hermanas enfermos, en este momento de mi vida comparto mucho con ustedes: la experiencia de la enfermedad, de sentirnos débiles, de depender de los demás para muchas cosas, de tener necesidad de apoyo. No es siempre fácil, pero es una escuela en la que aprendemos cada día a amar y a dejarnos amar, sin pretender y sin rechazar, sin lamentar y sin desesperar, agradecidos a Dios y a los hermanos por el bien que recibimos, abandonados y confiados en lo que todavía está por venir. La habitación del hospital y el lecho de la enfermedad pueden ser lugares donde se escucha la voz del Señor que nos dice también a nosotros: ‘Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?’ (Is 43,19). Y de esa manera renovar y reforzar la fe.

Benedicto XVI -que nos dio un hermoso testimonio de serenidad en el tiempo de su enfermedad- escribió que ‘la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento’ y que ‘una sociedad que no logra aceptar a los que sufren (…) es una sociedad cruel e inhumana’ (Carta enc. Spe salvi, 38). Es verdad, afrontar juntos el sufrimiento nos hace más humanos y compartir el dolor es una etapa importante de todo camino hacia la santidad.

Queridos amigos, no releguemos al que es frágil, alejándolo de nuestra vida, como lamentablemente vemos que a veces suele hacer hoy un cierto tipo de mentalidad, no apartemos el dolor de nuestros ambientes. Hagamos más bien de ello una ocasión para crecer juntos, para cultivar la esperanza gracias al amor que Dios ha derramado, Él primero, en nuestros corazones (Cfr. Rm 5,5) y que, más allá de todo, es lo que permanece para siempre (Cfr. 1 Co 13,8-10.13).

Descargue el librito de la celebración de siguiente enlace:

 

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