El Papa Francisco comentó este 27 de marzo de 2022, los Evangelios de Domingo IV (Lc 15,11-32) del tiempo cuaresmal, desde su estudio en el Palacio Vaticano a los fieles y peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.

El Santo Padre enfatizó que nosotros somos el Hijo pródigo, y la lectura expresa el amor que tiene Dios para con nosotros, y ante la sorpresa e indignación que muestra el Hijo Mayor, que siempre está con el padre, éste responde como todo buen progenitor,   espera, ama con todo su ser,  a cada uno de  sus hijos  y sólo espera ese cambio, con la esperanza de que su hijo disoluto y pecador vuelva a él,  regreso que  incluso celebra con una gran fiesta.

Aún ante el Hijo mayor cumplido y recto, antepone la importancia del amor y la misericordia, ante la rigidez de la norma y del cumplimiento de ley. Ante el Hijo indignado que se aleja, el padre no se queda adentro, va y busca hacer participe pues el otro debe saber que es amado sin reservas, para volver a  llamar ‘hermano’ a aquel que peco, pues al reprochar, le dice al padre ‘ese hijo tuyo’, pero el padre no se da por vencido y le hace ver que ante el cambio él no sólo se congratula, debe hacer fiesta pues encontró al hijo que estaba perdido.

 En sus palabras después del Ángelus el Papa volvió a a poner de manifiesto la necesidad del fin de la guerra en Ucrania, del desarme y subrayó que: “Frente al periodo de autodestruirse, la humanidad comprenda que ha llegado el momento de abolir la guerra, de cancelarla de la historia del hombre antes de que sea ella quien cancele al hombre de la historia.”

 Comentario antes del rezo de Ángelus

“Queridos hermanos y hermanas, feliz domingo, ¡buenos días!

 El Evangelio de la Liturgia de este domingo narra la parábola llamada del hijo pródigo (cfr Lc 15,11-32). Esta nos lleva al corazón de Dios, que siempre perdona con compasión y ternura, siempre. Dios perdona siempre, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él perdona siempre. Nos dice que Dios es Padre, que no solo acoge de nuevo, sino que se alegra y hace fiesta por su hijo, que ha vuelto a casa después de haber derrochado todos sus bienes. Nosotros somos ese hijo, y conmueve pensar en cuánto nos ama y espera siempre el Padre.

 Pero en la misma parábola está también el hijo mayor, que entra en crisis frente a este Padre. Y que puede ponernos en crisis también a nosotros. De hecho, dentro de nosotros está también este hijo mayor y, al menos en parte, tenemos la tentación de darle la razón: siempre había hecho su deber, no se había ido de casa, por eso se indigna al ver al Padre abrazar de nuevo al hermano que se ha portado mal. Protesta y dice: ‘Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya’, sin embargo, por ‘ese hijo tuyo’ ¡incluso celebras una fiesta! (vv. 29-30). ‘No te entiendo’. Es la indignación del hermano mayor.

 

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De estas palabras emerge el problema del hijo mayor. En la relación con el Padre él basa todo en el puro cumplimiento de los mandamientos, en el sentido del deber. Puede ser también nuestro problema, nuestro problema entre nosotros y con Dios: perder de vista que es Padre y vivir una religión distante, hecha de prohibiciones y deberes. Y la consecuencia de esta distancia es la rigidez hacia el prójimo, que ya no se ve como hermano. De hecho, en la parábola el hijo mayor no dice al Padre mi hermano, no, dice tu hijo, como diciendo: no es mi hermano. Y al final precisamente él corre el riesgo de quedar fuera de casa. De hecho – dice el texto - ‘no quería entrar’ (v. 28). Porque estaba el otro.

Viendo esto, el Padre sale a suplicarlo: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo’ (v. 31). Trata de hacerle entender que para él cada hijo es toda su vida. Lo saben bien los padres, que se acercan mucho al sentir de Dios. Es bonito lo que dice un padre en una novela: ‘Cuando me convertí en padre, entendí a Dios’ (H. de Balzac, El padre Goriot, Milán 2004, 112). En este momento de la parábola, el Padre abre el corazón al hijo mayor y le expresa dos necesidades, que no son mandamientos, sino necesidad del corazón: ‘Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida’ (v. 32). Veamos si también nosotros tenemos en el corazón dos necesidades del Padre: celebrar una fiesta y alegrarse.

En primer lugar, celebrar una fiesta, es decir manifestar nuestra cercanía a quien se arrepiente o está en camino, a quien está en crisis o alejado. ¿Por qué hay que hacer así? Porque esto ayudará a superar el miedo y el desánimo, que pueden venir al recordar los propios pecados. Quien se ha equivocado, a menudo se siente reprendido por su propio corazón; distancia, indiferencia y palabras hirientes no ayudan. Por eso, según el Padre, es necesario ofrecerles una acogida cálida, que aliente para ir adelante. ‘¡Pero padre este ha hecho muchas cosas!’: cálida acogida. Y nosotros, ¿hacemos esto? ¿Buscamos a quien está lejos, deseamos celebrar fiesta con él? ¡Cuánto bien puede hacer un corazón abierto, una escucha verdadera, una sonrisa transparente; celebrar fiesta, no hacer sentir incómodo! El padre podría decir: está bien hijo, vuelve a casa, vuelve a trabajar, vete a tu habitación, prepárate y ¡al trabajo! Y este habría sido un buen perdón. ¡Pero no! ¡Dios no sabe perdonar sin hacer fiesta! Y el padre hace fiesta, por la alegría que tiene porque ha vuelto el hijo.

Y después, según el Padre, es necesario alegrarse. Quien tiene un corazón sintonizado con Dios, cuando ve el arrepentimiento de una persona, por graves que hayan sido sus errores, se alegra. No se queda quieto sobre los errores, no señala con el dedo el mal, sino que se alegra por el bien, ¡porque el bien del otro es también el mío! Y nosotros, ¿sabemos ver a los otros así?

Me permito contar una historia, inventada, pero que hace ver el corazón del padre. Está esta obra pop, hace tres o cuatro años, sobre el argumento del hijo pródigo, con toda la historia. Y al final, cuando el hijo decide volver a casa del padre, habla con un amigo y le dice: ‘Sabes, tengo miedo de que mi padre me rechace, que no me perdone’. Y el amigo le aconseja: ‘Manda una carta a tu padre y dile: ‘Padre, estoy arrepentido, quiero volver a casa, pero no estoy seguro si tú estarás contento. Si quieres recibirme, por favor, pon un pañuelo blanco en la ventana’’. Y después empezó el camino. Y cuando estaba cerca de casa, donde el camino hacía la última curva, tuvo de frente su casa. ¿Y qué vio? No un pañuelo: estaba llena de pañuelos blancos, las ventanas, ¡todo! El Padre nos recibe así, con plenitud, con alegría. ¡Este es nuestro padre!

¿Sabemos alegrarnos por los otros? La Virgen María nos enseñe a acoger la misericordia de Dios, para que se vuelva la luz en la que mirar a nuestro prójimo.

Palabra del Santo Padre después del rezo del Ángelus

“¡Queridos hermanos y hermanas!

Ha pasado más de un mes desde el inicio de la invasión de Ucrania, desde el inicio de esta guerra cruel e insensata que, como toda guerra, representa una derrota para todos, para todos nosotros. Hay necesidad de repudiar la guerra, lugar de muerte donde los padres y las madres entierran a los hijos, donde los hombres asesinan a sus hermanos sin ni siquiera haberles visto, donde los poderosos deciden y los pobres mueren.

La guerra no devasta solo el presente, sino también el futuro de una sociedad. He leído que desde el inicio de la agresión a Ucrania un niño de cada dos se ha desplazado del país. Esto quiere decir destruir el futuro, provocar traumas dramáticos en los pequeños e inocentes entre nosotros. Esta es la bestialidad de la guerra, ¡acto bárbaro y sacrílego!

La guerra no puede ser algo inevitable: ¡no debemos acostumbrarnos a la guerra! Más bien debemos convertir la indignación de hoy en el compromiso de mañana. Porque, si de esta situación salimos como antes, de alguna manera todos seremos culpables. Frente al periodo de autodestruirse, la humanidad comprenda que ha llegado el momento de abolir la guerra, de cancelarla de la historia del hombre antes de que sea ella quien cancele al hombre de la historia.

¡Rezo para que todo responsable político reflexione sobre esto, se comprometan con esto! Y, mirando a la atormentada Ucrania, entender que cada día de guerra empeora la situación para todos. Por eso renuevo mi llamamiento: ¡basta, que se detengan, callen las armas, se trate seriamente para la paz! Recemos de nuevo, sin cansarnos, a la Reina de la paz, a la cual hemos consagrado la humanidad, en particular Rusia y Ucrania, con una participación grande e intensa, por la que doy las gracias a todos ustedes. Rezamos juntos. Dios te salve María…

Saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos venidos de Italia y de diferentes países. En particular, saludo a los fieles procedentes de México, Madrid y León, a los estudiantes de Pamplona y de Huelva, y a los jóvenes de varios países que han vivido un periodo de formación en Loppiano. Saludo a los parroquianos de Nuestra Señora de Valme en Roma y a los de San Jorge en Bosco, Bassano del Grappa y Gela; los chicos de confirmación de Frascati y el grupo ‘Amigos de Zaqueo’ de Reggio Emilia; como también el Comité Promotor de la Marcha Perugia-Asís de la Paz y de la Fraternidad, que ha venido con un grupo escolar para renovar el compromiso de educación a la paz.

¡Saludo a los participantes del Maratón de Roma! Este año, por iniciativa de la ‘Athletica Vaticana’, numerosos atletas se han implicado en las iniciativas de solidaridad con las personas que en la ciudad viven en la necesidad. ¡Os felicito!

Precisamente hace dos años, en esta plaza, elevamos la súplica por el final de la pandemia. Hoy lo hemos hecho por el final de la guerra en Ucrania. A la salida de la plaza se les regalará un libro, realizado por la Comisión Vaticana Covid-19 con el Dicasterio para la Comunicación, para invitar a rezar en los momentos de dificultad, sin miedo, teniendo siempre fe en el Señor.

A todos les deseo un feliz domingo y, por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!