El miércoles 2 de noviembre de 2022, el Papa Francisco, predicó la homilía en el día solemne que la Iglesia dedica su memoria a los Fieles difuntos, en esta ocasión en que diversas partes del mundo como en México, las familias se dedican a honrar a sus difuntos con altares y ofrendas además de visitar sus sepulcro, en santo padre ha subrayado que el sufragio de la celebración Eucarística la ha querido dedicar “especialmente por los cardenales y obispos fallecidos en el último año” (Fuentes: Vaticano, SPSS, Vatican Media y Discaterio para la Comunicación).
La misa se ha llevado acabo en la Basílica de San Pedro en el Altar de la Silla sede, del obispo de Roma. Ens su palabra ha destacado que las palabras de san Mateo provocan en él expectativa y sorpresa, e invitó a todos a tener bien puesta la mirada en la verdadera meta de la vida, que se realiza sólo en Dios, pues todo bien que nos distrae en este mundo pasará, se acabará, pero no lo que Dios tiene preparado para nosotros. Además en al hablar de “sorpresa”, subrayó que todos debemos de hacer el bien, encontrarnos haciendo lo que Dios no ha mandado, como ejemplo mencionó a un pastor protestante, luterano que le escribió comentándole de su labor como pastor entre chicos afectados por la guerra en Ucrania, y con diversos elementos, nos exhortó que a la segunda llegada de Jesús, ojala nos sorprenda realizando la labor para la cual nos han preparado, haciendo en bien con hechos, no con palabras.
A continuación la homilía que pronunció el Papa Francisco:
“ Las lecturas que hemos escuchado despiertan en nosotros, en mí, dos palabras: expectativa y sorpresa.
Expetatia expresa el sentido de la vida, porque vivimos en la anticipación del encuentro: el encuentro con Dios, que es el motivo de nuestra oración intercesora hoy, especialmente por los cardenales y obispos fallecidos en el último año, por quienes ofrecemos esta Sacrificio Eucarístico en sufragio.
Todos vivimos a la espera, en la esperanza de escuchar un día aquellas palabras que Jesús nos dirige: ‘Venid, benditos de mi Padre’ (Mt 25,34). Estamos en la sala de espera del mundo para entrar en el cielo, para participar en ese ‘banquete por todos los pueblos’ del que nos habla el profeta Isaías (cf. 25, 6). Dice algo que nos aviva el corazón porque colmará nuestras mayores expectativas: el Señor ‘eliminará para siempre la muerte’ y ‘enjugará las lágrimas de todo rostro’ (v. 8). ¡Es hermoso cuando el Señor viene a secar las lágrimas! Pero es tan malo cuando esperamos que sea otro, y no el Señor, quien los borre. Y peor aún, no tener lágrimas. Entonces podremos decir: ‘Este es el Señor en quien hemos esperado - el que enjuga las lágrimas -; alegrémonos, alegrémonos en su salvación’ (v. 9). Sí, vivimos en la expectativa de recibir bienes tan grandes y hermosos que ni siquiera podemos imaginarlos, porque, como nos recuerda el Apóstol Pablo, ‘somos herederos de Dios, coherederos con Cristo’ (Rm 8,17) y ‘ estamos esperando para vivir eternamente, esperamos la redención de nuestro cuerpo’ (cf. v. 23).
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Hermanos y hermanas, alimentemos la espera del Cielo, practiquemos el deseo del Cielo. Nos hace bien hoy preguntarnos si nuestros deseos tienen algo que ver con el Cielo. Porque corremos el riesgo de aspirar continuamente a cosas que pasan, de confundir deseos con necesidades, de anteponer las expectativas del mundo a la espera de Dios, pero perder de vista lo que importa para ir tras el viento sería el mayor error de la vida. Miramos hacia arriba, porque estamos camino a la cima, mientras que las cosas de aquí abajo no van a ir allá arriba: las mejores carreras, los mayores logros, los títulos y premios más prestigiosos, la riqueza acumulada y las ganancias terrenales, todo desaparecerá en un instante, todo. Y toda expectativa puesta en ellos quedará defraudada para siempre.
Y sin embargo, cuánto tiempo, cuánto esfuerzo y energía gastamos preocupándonos y entristeciéndonos por estas cosas, dejando que la tensión hacia el hogar se desvanezca, perdiendo de vista el sentido del viaje, la meta del viaje, el infinito al que tendemos,a la alegría por la que vamos a respirar! Preguntémonos: ¿vivo lo que digo en el Credo: ‘Espero, es decir, la resurrección de los muertos y la vida del mundo venidero’? ¿Y cómo es mi espera? ¿Soy capaz de ir a lo esencial o me distraigo con tantas cosas superfluas? ¿Cultivo la esperanza o sigo quejándome, porque le doy demasiado valor a tantas cosas que no cuentan y que luego pasarán?
En anticipación del mañana, el Evangelio de hoy nos ayuda. Y aquí surge la segunda palabra que me gustaría compartir con ustedes: sorpresa. Porque la sorpresa es grande cada vez que escuchamos el capítulo 25 de Mateo. Es similar a la de los protagonistas, que dicen: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te hemos visto forastero y te hemos acogido, o desnudo y vestido? ¿Cuándo te hemos visto enfermo o en la cárcel y hemos venido a visitarte? (vv. 37-39). ¿Cuando sea? Así se expresa la sorpresa de todos, el asombro de los justos y la consternación de los injustos.
¿Cuando sea? Podríamos decirlo también: esperaríamos que el juicio sobre la vida y el mundo se produzca bajo la bandera de la justicia, ante un tribunal resolutorio que, examinando cada elemento, aclare situaciones e intenciones para siempre. En cambio, en el tribunal divino, el único mérito y acusación es la misericordia hacia los pobres y los desechados: ‘Todo lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis’, sentencia Jesús (v. 40).. El Altísimo parece estar en los pequeños. Los que viven en los cielos están entre los más insignificantes para el mundo. ¡Qué sorpresa! Pero el juicio se llevará a cabo así porque lo pronunciará Jesús, el Dios del amor humilde, el que, nacido y muerto pobre, vivió como siervo. Su medida es un amor que va más allá de nuestras medidas y su vara de medir es la gratuidad. Entonces, para prepararnos, sabemos qué hacer: amar gratis y sin devolver, sin esperar a cambio, a los que están incluidos en su lista de preferencias, a los que no pueden devolvernos nada, a los que no nos atraen, los que sirven a los pequeños.
Esta mañana recibí una carta de un capellán en un hogar de niños, un capellán luterano protestante en un hogar de niños en Ucrania. Niños huérfanos de guerra, niños solos, abandonados. Y dijo: ‘Este es mi servicio: acompañar a estos rechazados, porque han perdido a sus padres, la guerra cruel los ha hecho quedarse solos’. Este hombre hace lo que Jesús le pide: curar a los pequeños de la tragedia. Y cuando leí esa carta, escrita con tanto dolor, me emocioné, porque dije: ‘Señor, ves que sigues inspirando los verdaderos valores del Reino’.
¿Cuándo alguna vez?, dirá este pastor cuando se encuentre con el Señor. Ese ‘cuando’ asombrado, que vuelve cuatro veces en las preguntas que la humanidad dirige al Señor (cf. vv. 37.38.39.44), llega tarde, sólo ‘cuando el Hijo del hombre venga en su gloria’ (v. 31). Hermanos, hermanas, no nos dejemos sorprender también. Tenemos mucho cuidado de no endulzar el sabor del Evangelio. Porque muchas veces, por conveniencia o por conveniencia, tendemos a atenuar el mensaje de Jesús, a diluir sus palabras. Seamos realistas, nos hemos vuelto bastante buenos en comprometernos con el evangelio. Siempre hasta aquí, hasta allá... compromisos.
Alimentar a los hambrientos sí, pero el tema del hambre es complejo, ¡y ciertamente yo no puedo resolverlo! Ayudar a los pobres, sí, pero luego las injusticias hay que tratarlas de cierta manera y entonces es mejor esperar, también porque si te comprometes corres el riesgo de que te molesten siempre y quizás te des cuenta de que podrías haberlo hecho mejor, mejor espera, un poquito. Estar cerca de los enfermos y presos sí, pero en las portadas de los periódicos y en las redes sociales hay otros problemas más urgentes y entonces ¿por qué debería interesarme por ellos? Acoger a los migrantes sí, claro, pero es un tema general complicado, es de política… Yo no me meto en estas cosas… Compromisos siempre: ‘sí, sí…’, pero ‘no, no’. Estos son los compromisos que hacemos con el Evangelio. Todos ‘sí’ pero, al final, todos ‘no’. Y así, a fuerza de ‘pero’ y ‘pero’ -muchas veces somos hombres y mujeres de ‘pero’ y ‘pero’- hacemos de la vida un compromiso con el Evangelio. De simples discípulos del Maestro pasamos a ser maestros de la complejidad, que discuten mucho y hacen poco, que buscan respuestas más frente a la computadora que frente al Crucifijo, en Internet que a los ojos de los hermanos y hermanas; Los cristianos que comentan, debaten y exponen teorías, pero no conocen ni siquiera a un pobre por su nombre, no han visitado a un enfermo durante meses, nunca han alimentado o vestido a alguien, nunca han hecho amistad con alguien en necesidad, olvidando que ‘el cristiano programa es un corazón que ve’ (Benedicto XVI, Deus caritas est, 31).
¿Cuando sea? - la gran sorpresa: sorpresa del lado correcto y del lado injusto - ¿Cuándo alguna vez? Tanto el justo como el injusto preguntan sorprendidos. La respuesta es una sola: el cuándo es ahora, hoy, a la salida de esta Eucaristía. Ahora Hoy. Está en nuestras manos, en nuestras obras de misericordia: no en aclaraciones y análisis refinados, no en justificaciones individuales o sociales. En nuestras manos, y somos responsables. Hoy el Señor nos recuerda que la muerte viene a hacer la verdad sobre la vida y quita cualquier circunstancia atenuante a la misericordia. Hermanos, hermanas, no podemos decir que no sabemos. No podemos confundir la realidad de la belleza con el maquillaje hecho artificialmente. El Evangelio explica cómo vivir en espera: vamos al encuentro de Dios amando porque Él es amor. Y, en el día de nuestra despedida, la sorpresa será feliz si ahora nos dejamos sorprender por la presencia de Dios, que nos espera entre los pobres y heridos del mundo. No tenemos miedo de esta sorpresa: vamos adelante en las cosas que nos dice el Evangelio, para ser juzgados justos al final. Dios espera ser acariciado no con palabras, sino con hechos.”