El VII Domingo del Tiempo Ordinario, 23 de febrero de 2025, en la Basílica de San Pedro, ante la ausencia por motivos de Salud del Santo Padre, el Papa Francisco, S.E. Mons. Rino Fisichella presidió la Santa Misa en la jornada para celebrar el Jubileo de los Diáconos. Cientos de hombres que ha recibido este orden ministerial llamado al servicio del altar y del pueblo de Dios se congregaron en la Basílica Vaticana, para participar en la santa Misa y ser testigos de las ordenaciones Diaconales. A continuación presentamos la homilía, que a pesar de su convalecencia, el Sucesor de San Pedro preparó para la ocasión. ( Fuentes: OPSS, Vatican News, Vatican Media y Dicasterio para la Comunicación).

Homilía del Santo Padre Francisco a la que dio lectura Mons. Fisichella

“El mensaje de las lecturas que hemos escuchado se podría resumir con una palabra: gratuidad. Un término ciertamente apreciado por ustedes diáconos, aquí reunidos para la celebración del Jubileo. Reflexionemos entonces sobre esta dimensión fundamental de la vida cristiana y del ministerio de ustedes, en particular desde tres aspectos: el perdón, el servicio desinteresado y la comunión.

En primer lugar, el perdón. El anuncio del perdón es una tarea esencial del diácono. De hecho, este es un elemento indispensable para cada camino eclesial y es una condición para toda convivencia humana. Jesús nos habla sobre esta exigencia y sobre su alcance cuando dice: ‘Amen a sus enemigos’ (Lc 6,27). Y es precisamente así: para crecer juntos, compartiendo luces y sombras, éxitos y fracasos los unos de los otros, es necesario saber perdonar y pedir perdón, restableciendo relaciones y no excluyendo de nuestro amor ni siquiera a quien nos golpea y traiciona. Un mundo en donde para los adversarios hay sólo odio es un mundo sin esperanza, sin futuro, destinado a ser desgarrado por las guerras, divisiones y venganzas sin fin, como desafortunadamente vemos también hoy, en tantos ámbitos y en varias partes del mundo. Perdonar, entonces, quiere decir preparar para el futuro una casa hospitalaria, segura, en nosotros y en nuestras comunidades. El diácono, investido en primera persona de un ministerio que lo lleva hacia las periferias del mundo, se compromete a ver -y a enseñar a los otros a ver- en todos, también en quien se equivoca y produce sufrimiento, una hermana y un hermano heridos en el alma, y por eso necesitados más que nadie de reconciliación, de guía y de ayuda.

De esta apertura del corazón nos habla la primera lectura, presentándonos el amor leal y generoso de David hacia Saúl, su rey, pero a la vez su perseguidor (Cfr. 1 S 26,2.7-9.12-13.22-23). Nos habla también sobre esto, en un contexto diverso, la muerte ejemplar del diácono Esteban, que cae bajo los golpes de las piedras perdonando a quienes lo lapidan (Cfr. Hch 7,60). Pero sobretodo la vemos en Jesús, modelo de toda diaconía, que, sobre la cruz, ‘anonadándose’ hasta dar la vida por nosotros (Cfr. Fil 2,7), reza por quienes lo crucifican y abre para el buen ladrón las puertas del paraíso (Cfr. Lc 23,34.43).”

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Y llegamos al segundo punto: el servicio desinteresado. El Señor, en el Evangelio, lo describe con una frase tan simple como clara: ‘Hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio’ (Lc 6,35). Pocas palabras que llevan consigo el buen perfume de la amistad. Ante todo, la de Dios por nosotros, pero luego también la nuestra. Para el diácono, dicho comportamiento no es un aspecto accesorio de su actuar, sino una dimensión esencial de su ser. En efecto, se consagra para ser, en el ministerio, ‘escultor’ y ‘pintor’ del rostro misericordioso del Padre, testigo del misterio del Dios-Trinidad.

En muchos pasajes del Evangelio Jesús habla sobre sí en este sentido. Lo hace con Felipe, en el cenáculo, poco después de haberle lavado los pies a los Doce, diciéndoles: ‘El que me ha visto, ha visto al Padre’ (Jn 14,9); así como cuando instituye la Eucaristía y afirma: ‘Yo estoy entre ustedes como el que sirve’ (Lc 22,27). Pero ya desde antes, de camino hacia Jerusalén, cuando sus discípulos discutían entre ellos sobre quién era el más grande, les había explicado que ‘El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud’ (Mc 10,45).

Hermanos diáconos, el trabajo gratuito que realizan, como expresión de su consagración a la caridad de Cristo, es entonces, para ustedes, el primer anuncio de la Palabra, fuente de confianza y de alegría para quienes se encuentran con ustedes. Acompáñenlo siempre con una sonrisa, sin quejas y sin buscar reconocimientos, sosteniéndose mutuamente, también en sus relaciones con los Obispos y los presbíteros, ‘como expresión de una Iglesia comprometida a crecer en el servicio para el Reino con la valorización de todos los grados del ministerio ordenando’ (Cfr. C.E.I., I Diaconi permanenti nella Chiesa in Italia. Orientamenti e norme, 1993, 55). Su actuar concorde y generoso, de esta manera, será un puente que una el altar a la calle, la Eucaristía a la vida cotidiana de la gente; la caridad será su liturgia más hermosa y la liturgia su servicio más humilde.

Y llegamos al último punto: la gratuidad come fuente de comunión. Dar sin pedir nada a cambio une, crea vínculos, porque expresa y alimenta un estar juntos que no tiene más finalidad que el don de sí y el bien de las personas. San Lorenzo, su santo patrón, cuando sus acusadores le pidieron que entregara los tesoros de la Iglesia, les mostró a los pobres y les dijo: ‘¡Este es nuestro tesoro!’. Es así como se construye la comunión. Diciéndole al hermano y a la hermana, con las palabras, pero sobre todo con las obras, personalmente y como comunidad: ‘para nosotros tú eres importante’, ‘te amamos’, ‘queremos que participes en nuestro camino y en nuestra vida’. Esto hacen ustedes: esposos, padres y abuelos decididos, en el servicio, a abrir sus familias a quien pasa necesidad, allí donde viven.

Así su misión, que los escoge de entre la sociedad para volver a colocarlos en medio de ella y hacer que sea cada vez más un lugar hospitalario y abierto a todos, es una de las expresiones más bellas de la Iglesia sinodal y ‘en salida’.

Dentro de poco algunos de ustedes, al recibir el sacramento del Orden, ‘descenderán’ los grados del ministerio. Deliberadamente digo y subrayo que ‘descenderán’, y no que ‘subirán’, porque con la ordenación no se sube, sino que se desciende, nos hacemos pequeños, nos abajamos y nos despojamos de nosotros mismos. En palabras de san Pablo, nos despojamos, en el servicio, del ‘hombre terrenal’, y nos revestimos, en la caridad, del ‘hombre celestial’ (Cfr. 1 Co 15,45-49).

Meditemos todos sobre lo que se realizará en breve, mientras nos acogemos a la Virgen María, la esclava del Señor, y a san Lorenzo, el patrón de ustedes. Que ellos nos ayuden a vivir todo nuestro ministerio con corazón humilde y lleno de amor, y a ser, en la gratuidad, apóstoles de perdón, siervos desinteresados de los hermanos y constructores de comunión.

OREMOS POR LA SALUD Y LAS INTENCIONES DE SANTO PADRE FRANCISCO

 

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